La cueva de Altamira es una cavidad natural en la roca en la que se conserva uno de los ciclos pictóricos y artísticos más importantes de la prehistoria.1​ Forma parte del conjunto cueva de Altamira y arte rupestre paleolítico de la cornisa cantábrica, declarado Patrimonio Mundial por la Unesco. Está situada en el municipio español de Santillana del Mar, Cantabria, a unos dos kilómetros del centro urbano, en un prado del que tomó el nombre.

Desde su descubrimiento, en 1868, por Modesto Cubillas y su posterior estudio por Marcelino Sanz de Sautuola ha sido excavada y estudiada por los principales prehistoriadores de cada una de las épocas una vez que fue admitida su atribución al Paleolítico.

Las pinturas y grabados de la cueva pertenecen, principalmente a los períodos Magdaleniense y Solutrense y, algunos otros, al Gravetiense​ y al comienzo del Auriñaciense, esto último según pruebas utilizando series de uranio. De esta forma se puede asegurar que la cueva fue utilizada durante varios periodos, sumando 22 000 años de ocupación, desde hace unos 36 500 hasta hace 13 000 años, cuando la entrada principal de la cueva quedó sellada por un derrumbe, todos dentro del Paleolítico superior.

Historia del descubrimiento y reconocimiento

La cueva de Altamira fue descubierta en 1868 por un tejero asturiano llamado Modesto Cubillas (Modesto Cobielles Pérez​) quien yendo de caza encontró la entrada al intentar liberar a su perro, que estaba atrapado entre las grietas de unas rocas por perseguir a una presa. En aquel momento, la noticia del descubrimiento de una cueva no tuvo la menor transcendencia entre el vecindario de la zona, ya que es un terreno kárstico, caracterizado por poseer ya miles de grutas, por lo que el descubrimiento de una más no supuso ninguna novedad.

Cubillas se lo comunicó a Marcelino Sanz de Sautuola, rico propietario local y «mero aficionado» a la paleontología, de cuya finca era aparcero; no obstante, este no la visitó hasta al menos 1875, y muy probablemente en 1876. La recorrió en su totalidad y reconoció algunos signos abstractos, como rayas negras repetidas, a las que no dio ninguna importancia por no considerarlas obra humana. Tres o cuatro años después, en el verano de 1879, volvió Sautuola por segunda vez a Altamira, en esta ocasión acompañado por su hija María Sanz de Sautuola y Escalante, de cinco años de edad. Tenía interés en excavar la entrada de la cueva con el objetivo de encontrar algunos restos de huesos y sílex, como los objetos que había visto en la Exposición Universal de París.

María exclamó al ver las pinturas: ¡Mira, papá, bueyes!
El descubrimiento de las pinturas rupestres lo realizó, en realidad, la niña. Mientras su padre permanecía en la boca de la gruta, ella se adentró hasta llegar a una sala lateral. Allí vio unas pinturas en el techo y corrió a decírselo a su padre. Sautuola quedó sorprendido al contemplar el grandioso conjunto de pinturas de aquellos extraños animales que cubrían la casi totalidad de la bóveda.

Al año siguiente, 1880, Sautuola publicó un breve opúsculo titulado Breves apuntes sobre algunos objetos prehistóricos de la provincia de Santander. En él sostenía el origen prehistórico de las pinturas e incluía una reproducción gráfica. Expuso su tesis al catedrático de Geología de la Universidad de Madrid, Juan Vilanova, que la adoptó como propia. Pese a todo, la opinión de Sautuola no fue aceptada por los franceses Cartailhac, Mortillet y Harlé, los científicos más expertos en estudios prehistóricos y paleontológicos en Europa.

Las pinturas de Altamira fueron el primer conjunto pictórico prehistórico de gran extensión conocido en el momento, pero tal descubrimiento determinó que el estudio de la cueva y su reconocimiento levantara toda una polémica respecto a los planteamientos aceptados en la ciencia prehistórica del momento. La novedad del descubrimiento era tan sorprendente que provocó la lógica desconfianza de los estudiosos. Se llegó a sugerir que el propio Sautuola debió pintarlas entre las dos visitas que realizó a la caverna, negando así su origen paleolítico, o incluso atribuyendo la obra a un pintor francés que había sido alojado en casa del guía de la cueva, aunque la mayor parte de los expertos franceses consideraban a Sautuola como uno de los engañados. El realismo de sus escenas provocó, al principio, un debate en torno a su autenticidad. El evolucionismo, aplicado a la cultura humana, conducía a deducir que tribus antiguas y salvajes no debían disponer de arte y que desde entonces hasta la actualidad habría habido un continuo de progreso. Por lógica si el arte es símbolo de civilización debería haber aparecido en las últimas etapas humanas y no en pueblos salvajes de la Edad de Piedra. Su reconocimiento como una obra artística realizada por hombres del Paleolítico supuso un largo proceso en el que, también, se fueron definiendo los estudios sobre la prehistoria.

Marcelino S. de Sautuola publicó en 1880 este escrito, donde dio a conocer las pinturas encontradas el año anterior, incluyendo un dibujo del techo de la Gran sala de polícromos.

Ni la ardiente defensa de Vilanova en el Congreso Internacional de Antropología y Arqueología, celebrado en Lisboa en 1880, ni el afán de Sautuola evitaron la descalificación de Altamira. Pero un reputado humanista y político liberal sevillano, Miguel Rodríguez Ferrer, publicó un artículo en la prestigiosa revista La Ilustración Española y Americana (1880), avalando la autenticidad de las pinturas y resaltando su inmenso valor.​ Giner de los Ríos, como director de la Institución Libre de Enseñanza, encargó un estudio al geógrafo Rafael Torres Campos y al geólogo Francisco Quiroga, quienes emitieron un informe desfavorable, que publicaron en el boletín de la institución.

La oposición se hizo cada vez más generalizada. En España, en la sesión de la Sociedad Española de Historia Natural del 1 de diciembre de 1886, el director de la Calcografía Nacional dictaminaba que:

(…) tales pinturas no tienen caracteres del arte de la Edad de Piedra, ni arcaico, ni asirio, ni fenicio, y solo la expresión que daría un mediano discípulo de la escuela moderna (…).

Sautuola y sus pocos seguidores lucharon contra esa sentencia. La muerte de Sautuola en 1888 y la de Vilanova en 1893 sumidos en el descrédito por su defensa, parecían condenar definitivamente las pinturas de Altamira a ser un fraude moderno.

Sin embargo, su valor fue avalado por los frecuentes hallazgos de otras piezas de arte mueble similares en numerosas cuevas europeas. A finales del siglo XIX, principalmente en Francia, se descubrieron pinturas rupestres innegablemente asociadas a las estatuillas, relieves y huesos grabados aparecidos en niveles arqueológicos paleolíticos, unidos a restos de animales desaparecidos de la fauna peninsular o extintos, tales como mamut, reno, bisonte y otros.​ En ese reconocimiento, destacó muy positivamente Henri Breuil pues sus trabajos en torno al tema «El arte parietal», presentados en el congreso de la Asociación Francesa para el Avance de las Ciencias en 1902, provocaron cambios sustanciales en la mentalidad de los investigadores de la época.

Émile Cartailhac había sido uno de los más grandes opositores a la autenticidad de Altamira, pero el descubrimiento de grabados y pinturas a partir de 1895 en las cuevas francesas de La Mouthe, Combarelles y Font-de-Gaume, le hizo reconsiderar su postura.​ Tras visitar la cueva, escribió en la revista L’Antropologie (1902) un artículo titulado La grotte d’ Altamira. Mea culpa d’un sceptique (La cueva de Altamira. Mea culpa de un escéptico).​ Ese artículo supuso el reconocimiento universal del carácter paleolítico de las pinturas de Altamira.​

Fijada la autenticidad de las pinturas, se inició el debate sobre la propia obra. La divergencia entre los investigadores se centró en torno a la precisión cronológica, la misteriosa finalidad de las mismas y sus valores artístico y arqueológico. Estas cuestiones afectaron, no solo a la cueva de Altamira, sino a todo el arte rupestre cuaternario descubierto.